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Cuando Hugo me preguntó que dónde lo había conocido, simplemente le dije la verdad: “lo encontré en la basura.” Claro que no me creyó, aunque tampoco lo esperaba. Nunca se cree nada de lo que le digo. Lo siguiente que hizo fue soplar con la nariz. Siempre hace eso cuando no se le ocurre inmediatamente nada que añadir. Y siempre que hace eso, lo que dice a continuación es alguna estupidez. “Sé que lo haces por torturarme”, fue esta vez. A lo que agregó: “Desde que tu madre y yo nos separamos, lo haces todo por torturarme.”
Al salir de su casa se me ocurrió que la próxima vez que nos volviéramos a ver, dejaría de llamarlo por su nombre. Sabía que al principio me costaría porque, a pesar de ser mi padre, había estado llamándolo por su nombre desde pequeño, tal como me lo había enseñado mi madre. Pero ahora mi madre ya no lo quería y yo no era un niño y no me importaba decir “papá” en vez de decir “Hugo” y puede que a Hugo le agradase y dejara así de soplar con la nariz y decir cosas estúpidas.
Aquel día Hugo se enfadó más de lo habitual porque sopló con la nariz doce veces más que de costumbre, dieciséis exactamente, y normalmente no lo hace más que cuatro. Me preguntó si ya había tenido relaciones sexuales con él, y antes de que pudiera contestarle sugirió: “se puede ser un hombre y querer a otros hombres, pero no está bien tener relaciones sexuales con personas de tu mismo sexo.” Hugo siempre pensaba en el sexo del resto del mundo por encima de otra cosa, y dependiendo del sexo algo estaba bien o dejaba de estarlo. Después me lo volvió a preguntar y yo le dije que sólo una vez, porque era la verdad y a mí no me gusta mentir, sobre todo a Hugo o mi madre. Entonces él comenzó a soplar aún más fuerte con la nariz y se levantó de la silla de un salto y gritó y auguró aún más estupideces. “¡Si tienes relaciones sexuales con otros hombres te contagiarán una enfermedad incurable, te sangrará la nariz, te saldrán cuernos y te quedarás ciego!” fue esta otra vez.
Con mi madre ocurrió lo mismo pero al revés. A ella no le molestó que se lo hubiese contado a Hugo primero, ni que me estuviese acostando en la misma cama con otro hombre. Me preguntó si estaba enamorado de él y yo le dije que no sabía porque nadie me había enseñado cómo se siente uno cuando se enamora de alguien. Después me preguntó que dónde lo había conocido y yo le dije la verdad. Y fue entonces cuando dejó de pintarse las uñas y tiró el bote de esmalte por la ventana sin pensar en quién pudiera estar pasando por debajo. Mi madre suele lanzar cosas por la ventana cuando lo que sucede no sucede como a ella le gustaría que sucediese. Ella pensaba que debía tener relaciones sexuales con él hasta aburrirme, pero nunca debía implicarme emocionalmente con alguien que había recogido de la basura. “No me importa con quién te acuestes con tal de que acabes con alguien de tu misma condición” gritó, después de tirar el bote de esmalte por la ventana. Mi madre pensaba que cada persona tenía su sitio y cada sitio pertenecía a una sola persona. No obstante, ella conoció a Hugo en un hotel muy alto y moderno y limpio, y aún así nunca lograron entenderse.
Por suerte, aquel día Casiopea estaba despierta y yo pude jugar con ella mientras mamá gritaba y tiraba objetos por la ventana. Casiopea es la mascota de mamá y aunque ya está vieja, torpe y se pasa el día durmiendo, cuando no duerme suele ser un animal bastante más avispado de lo que a primera vista pueda parecer. Cuando está despierta, jugamos juntos y conversamos mucho, porque yo soy el único de la familia que entiende lo que dice y ella es la única que está dispuesta a entenderme a mí. Así terminé contándole que había conocido a un hombre con quien me gustaba pasar el tiempo sin ningún motivo concreto. Casiopea me preguntó que dónde lo había conocido y le dije lo mismo que a mamá y Hugo. Al principio, tampoco ella me creyó. Primero soltó una estrepitosa carcajada y después apuntó: “que sea una oveja no significa que no me funcione el cerebro y tenga que creerme cualquier disparate que se te antoje contarme”. Yo era consciente de que a Casiopea le funcionaba el cerebro, por eso sólo le dije la verdad. De todas formas, ella reaccionó de manera más perspicaz que Hugo o mi madre. Después de masticarlo un poco, comentó: “Mira, me parece estupendo que lo ames. Si lo que me cuentas es cierto, no veo que tengas otra opción más que amarlo.” Nos quedamos en silencio un buen rato; ella haciendo un esfuerzo por no quedarse dormida y yo haciendo un esfuerzo por comprenderla. “Yo, las pocas cosas que me he encontrado en la basura las he amado todas hasta el final”, añadió antes de quedarse dormida de nuevo.
Hoy hace exactamente seis años que me lo encontré en la basura. Desde entonces han pasado tantas cosas. Mi padre, después de pensarlo, me dijo que si no cambiaba mis hábitos sexuales, prefería que continuase llamándolo por su nombre. Así lo he hecho. Mi madre conoció a un hombre muy importante y muy gordo y se mudaron juntos. No sé si se quieren o no porque todavía no entiendo completamente lo que eso significa, además no nos hemos visto en todos estos años. La última vez que pasé a visitarla, me encontré con Casiopea durmiendo delante de su puerta con una nota al cuello que decía: “Ya no puedo ocuparme de ella, está vieja y tonta y se mea en el salón. Llévatela contigo si quieres. No me importa lo que hagas con ella. No quiero volver a veros a ninguno de los dos.” Desde entonces Casiopea vive con nosotros y todavía no se ha meado en el salón ni siquiera una vez. Mi madre me llama todas las noches cuando sabe que ya estoy dormido y deja mensajes disparatados amenazándome por todo lo que hice. Yo los guardo en el contestador automático y los escuchamos todos juntos los domingos por la mañana mientras desayunamos y Casiopea y yo nos desternillamos de la risa. Mi madre puede ser muy divertida aún sin proponérselo.
Por las noches, cuando llego a casa, suelo sentarme con una copa de vino en la cama y observarlo mientras él duerme. A veces le acaricio la mejilla, los labios, el pelo. Él sonríe entre sueños, se da media vuelta y sigue durmiendo. Tengo la sensación de que él hace lo mismo por las mañanas, mientras yo duermo. Cuando me despierto ya no está. Si no llueve, saco a Casiopea a pasear. Si llueve, juego un poco con ella antes de ir a trabajar. Siempre me miro al espejo antes de salir de casa. Y los días que me salen cuernos, me los pinto de violeta y sonrío frente a mi propia imagen, acordándome de aquello que una vez dijo Casiopea: “las pocas cosas que he encontrado en la basura las he amado todas hasta el final”. Por fin lo entiendo. No tenía otra opción.
Juan José Padilla
Juan José Padilla es escritor, amante, soñador y viajero. Nació en Andalucía, España, en 1972. Se licenció en Sociología y Ciencias Políticas por tres universidades: University of Sussex (Reino Unido), University of New Mexico (EE.UU.), y Universidad de Granada (España). En 2003 se publica su primera novela Latin Boys Go to Hell (Quorum Ed.), un desenfrenado viaje de amistad a través del mundo de las drogas, el sexo, el humor y la poesía, en un mágico y anaranjado Nuevo México. Lo Encontré en la Basura fue escrito expresamente con motivo de la Celebración de Amor entre dos hombres, y con la finalidad de compartir el sentimiento con todos los que a dicha celebración asistieron. J.J. Padilla llegó a Tokio en el año 2000, donde en la actualidad continua escribiendo, soñando y amando.
Junko Mimura
Junko Mimura es profesora de inglés. Vivió muchos años en EE. UU., sin papeles. En 2002 viajó a España para conocer el idioma y la pasión de este lugar, donde acabó quedándose un año. En la actualidad, además de enseñar, traduce. Utilizando sus propias palabras para traducir los sentimientos de personajes literarios Mimura experimenta la vida de esos personajes como si se tratase de la suya propia.
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